La calle Mayor

jueves, 2 de septiembre de 2010



El sábado trae regalos, por momentos relucientes… allá bajo el sol de la risueña Alicante. Porque así veo yo la ciudad, sonriente, fresca, soleada…, aunque la lluvia salpique mis zapatos, desde que me adentro en sus laberintos caminando distraídamente sobre sus aceras, o desde que detengo el vertiginoso decurso del tiempo en un rico y fresco mojito, elaborado en cualquier local de esos que estrechamente se pierden en mitad de una calle.

Es curioso cómo se gana querencia con el trato. Antes, no hará tanto, la capital alicantina para mí no significaba más que una parada casi “obligada”, una visita conveniente para comprar algún artículo o para distender la tarde dominical bajo el manto de una película mecido en el sopor que deja el olor a palomitas. Pero todos cambiamos: las ciudades, las personas... Y más allá de la alteración en la fisonomía de un lugar, del quiebro de sus colores o de un embrujo despreciado, son los ojos, heraldos de la información que aquietan o inquietan al alma, los que perciben aquella disposición con un acento nuevo y entrañable. Subjetividad, a fin de cuentas. Modesta. Antigua. Incrustada, pues. Por momentos, cosmopolita calle Mayor, dejas en mí una fotografía indeleble que da acicate a los momentos bajos y bruñe con oro los altos.

Con retraso, aterrizo en la calle Mayor, a eso de las tres de la tarde. La crisis dibuja su cara más sufrida en los menúes (cada día más baratos) estampados en las pizarras de los establecimientos y comprobada en los apremiantes rostros de los camareros que a mi paso me invitan a degustar las bondades culinarias de lo que allí adentro se cuece. Hay que entrar. A estas horas ya tengo un incómodo taladro en el estómago que me impide hacer distingos. Observo con sorpresa que la zona para no fumadores está vacía. Es un páramo, una fría estancia repleta de cubiertos y platos limpios, como si una bomba química hubiera borrado todo rastro humano sin apenas ruido. Arriba, sin embargo, en donde se empipa uno con placer el puro o el cigarro tras la pitanza (en enero próximo ya ni eso), se dan mesas llenas, con niños de un lado para otro y conversaciones ya alicaídas por el efecto anestésico de la manduca. Ocupo una mesa esquinera, mirando en derredor, con timidez, recién llegado, como quien entra a hurtadillas en una biblioteca para no atraer la atención de la concurrencia. Pero no evito el giro de los cuellos a mi paso. Ya relajado, al cuarto de hora, me lanzo a las viandas, normalmente pescado, mientras miro a través de la ventana cómo educadamente circula la sangre de la ciudad unos metros más abajo. La invariable costumbre casi me hace abandonar el último el local, justo cuando los rostros de los camareros yo no son apremiantes, como cuando me recibieron, sino de puro hastío. ¡Qué pelma!, -creo que leo en sus ojos, mientras me despiden con forzada simpatía-. Entonces pienso que no hay propina que relaje un retraso. Y con razón.

Salgo. Es la calle Mayor, a la que cada sábado veo como recién inaugurada, por la que transito a paso de soldado herido, en exasperante lentitud, atrapando el gesto de sus edificios, la armonía de sus años, la antigüedad de sus calles instalada en ese enjambre de Historia, que se llama, con justicia, El Barrio. Entonces, se entorna la tarde en tonos ocres. Veo cómo abril, a las seis, bendice el paso de los enamorados dejándoles una alfombra roja por la que caminan sin prisa, sin tiempo, sin destino... Y noto, de nuevo, como que se me regalara un objeto de inapreciable valor. Irrepetible y mágico.

(Colaboración de Claudio Rizo).

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