Un rasgar de navaja

viernes, 2 de abril de 2010



Mi vida era monótona. A mi alrededor circulaban a todas horas personas que ya me eran conocidas. Siempre las veía en ese trasiego diario que procura cierto estrés. Sin embargo, nunca terminaba de cansarme de ellas. Les oía hablar, gritar o discutir. Veía pasear parejas que enlazaban sus manos en un fugaz deseo por asirse eternamente; niños que chisporroteaban en la fuente del parque como peces con vida fuera del agua; y en los fines de semana, me hacían compañía los mozos del pueblo mientras compartían botellones y fumatas hasta alcanzar ebriedades para mí algo embarazosas. Pero era, pese a todo, relativamente feliz.
Ese permanente fluir de vida, sin embargo, en ocasiones turbaba mi ánimo: nadie hablaba conmigo, todos pasaban de largo y, los que se paraban, lo hacía de manera casual, como si el azar les hubiera llevado hasta mí sin un propósito claro.
Estaba convencido de que mi naturaleza era muy distinta a la de todas aquellas gentes que daban color a los fríos amaneceres y, alguna vez, algo de miedo en las oscuridades de la noche. Trataba de hablar con ellos, de comunicarme, pero no me contestaban. Simplemente se limitaban a dejar caer extrañas cosas cobre mi cuerpo o a apoyarse débilmente sobre mí para recuperarse de alguna fatiga pasajera. Entonces yo les observaba, les estudiaba, y era cuando más intensamente notaba que había algo físico, como dos dimensiones demasiado alejadas que nos distanciara levantando una barrera de imposible franqueo. Aún así, allí seguía yo, en un mundo, para mí, plagado de seres complejos sin poder comunicarme con nadie. Así pasaban las estaciones, los años…, en aquel rincón olvidado de la ciudad.
Los que una vez fueron niños, ahora veía que ya eran papás con retoños prendidos de sus brazos. Y como hicieran ellos hace mucho, ahora eran sus niños los que se me acercaban, los que me tocaban y empujaban, hasta que la voz autoritaria de papá les reprendía para alejarse nuevamente. Mirando esos niños, recuperaba para mi memoria la imagen de sus padres enamorados, regalándose complicidades inocentes y algún atrevido beso en mi presencia, sin ellos notarla. Había pasado más de quince años –pensaba- y en un pequeño trozo de mi cuerpo permanecía la memoria de aquel mutuo compromiso que en un tembloroso rasgar de navaja grabaron en mi superficie: “Roberto y Laura, amor... Octubre de 1990”.
Cuántas historias, cuántas frases para adornar la eternidad, cuántas promesas incumplidas y también cuántos sueños hechos realidad adornaban mi cada vez más avejentado aspecto, con ese maravilloso rasgar de navaja a que tan aficionadas eran las parejas. Yo era como el gran depositario de sus encuentros furtivos, de los ‘te quiero’ vespertinos con sus primeros cigarrillos mal apagados... Aunque no me comunicase con ellos, estoy seguro de que formaré una especie de segunda piel en lo más profundo de sus corazones, de sus primeros pálpitos.
Una noche extremadamente gélida, de esas que a nadie le apetece caminar por la calle, noté la presencia de los gamberros del barrio. Ya los conocía de otras veces. Ingerían unos líquidos de indefinibles colores y entonaban unos sonidos que podrían despertar al más profundo sueño. Cuando llegaron donde yo estaba, uno de ellos me sacudió una fatal patada que perforó mi estructura delantera, con rabia endemoniada, mientras otro estrelló su botella de vidrio vacía contra una parte de mi cuerpo que aún estaba en buen estado, al tiempo que el resto del grupo les seguían en ensordecedores risotadas en señal de aprobación. Era ya media noche. Mi cuerpo estaba malherido y todo en mí eran grietas que amenazaban con destruirme en mil pedazos. Entonces llegó el camión de la basura, lo que alertó y disuadió a la gamberrería. Se detuvo a mi lado y dos hombres con igual indumentaria bajaron de la cabina del camión. Mientras la plataforma trasera descendía, oí como uno le decía al otro:
-Oye, vacía esa sucia papelera y arráncala de ahí. Tenemos que tirarla ya. ¡Está hecha un asco!

(Claudio Rizo)

1 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:

Anónimo dijo...

Me encanta este texto, pero Claudio es que me pareces fantástico, hasta ahora me ha gustado todo lo que he leído tuyo y creo que lo he leído todo.

 

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