Una chica muy fea

viernes, 5 de febrero de 2010



Ligué una vez con una chica muy fea. No sé como ocurrió… Bueno, sí lo sé… recuerdo que vino hasta mí y me dijo: «Llevo un tiempo observándote, creo que me gustas. Soy fea, y algo intelectual, por eso no gusto a los hombres, supongo. Aún así, me atrevo a pedirte que pases la noche conmigo… Podríamos pasear y hablar de libros.»

Salimos de aquella agobiante discoteca de ninfas presumidas y nos dirigimos hacia el paseo marítimo, su brazo aferrado al mío.

Habló con entusiasmo del realismo mágico de García Márquez, del mundo absurdo de Beckett, del monólogo interior de Ulises, del existencialismo ateo de Heidegger. Yo le conté que me gustaban las tostadas con mermelada de fresa, los cómics eróticos y las carreras de caballos. Después de mirar a todos lados y comprobar que nadie nos espiaba, le chivé la receta de la tarta de manzana; e hice un truco de magia con un pañuelo. Sonrió y aplaudió.

Continuó hablando: de la teoría de la relatividad, del psicoanálisis de Freud, de la revolución de las telecomunicaciones, algo también sobre la lucha de sexos.

Para que no molestara el ruido de las olas, paramos el tiempo; y, mirándome a los ojos, me besó. Fue un beso sencillo, con sabor a mar: el beso de una chica muy fea.

Cogidos de la mano nos echamos a andar de nuevo, ahora callados.

En un pequeño hotel alquilamos una habitación con una ventana que daba a la vida. Nos duchamos juntos y, borrachos de caricias, nos fuimos a la cama. Como hacía algo de frío, nos arropamos con el calor del deseo.

Su cuerpo, escurridizo como la verdadera felicidad, se derritió entre mis manos.

El cálido ulular de una sirena lejana llegaba hasta nosotros en un susurro cansino.

¿Le importaría si fumaba? Me dijo que lo hiciese, no había problema.

—¿Es la primera vez que estás con un marinero?

—Es la primera vez que estoy con un hombre— respondió.

Reíamos si alguien contaba algo gracioso, nos echábamos a llorar si era algo triste.

Atenazándome con sus brazos, me oprimió contra su pecho, con vigor: puros músculos de soledad.

—No vuelvas a decir que eres fea: eres la mujer más hermosa del mundo, ¿me oyes?

—¡Calla!— se rió irónicamente, y me dio un beso en la frente.

Nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente me desperté temprano, ella ya se había ido.

Errabundo, paseé por el centro: mi barco no zarpaba hasta bien avanzada la tarde.

Jamás he visto una chica tan fea… fea, fea de verdad. Pero, aunque hace años de aquello y no he vuelto a pisar la ciudad, sigo esperándola: he aprendido algunos trucos de magia que quisiera enseñarle...

(Fran Rodríguez Criado)

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