El Tonto

sábado, 6 de febrero de 2010



Su andar es cansino, y su espalda, algo curvada, sostiene la gavilla de cebada que encamina a su ara.

Su mirada perdida a escasos metros de sus pies se agosta en el recuerdo, y se llena su cabeza con los gritos, con sus propios gritos mezclados con los de los demás chiquillos, mientras truenan los cohetes que anuncian el comienzo de las fiestas en honor del santo patrono. Entre tanto, a lo lejos, y seguramente en la plaza, como en su recuerdo, se oyen los estallidos asordinados por la distancia de los cohetes que hoy anuncian el comienzo de las fiestas.

No vuelve la espalda.

Ni el chirriar de las cigarras, ni el zumbido constante de los tábanos y moscardas lo detraen de su pensamiento.

Cada arruga de su curtida cara habla de una alegría, y de una zozobra, o de una pena, o de un arrebatado deseo, o de una plegaria, un rezo para conseguir algo que es a veces conseguido y a veces, casi siempre, denegado.

El camino está plagado de lastras que tiene que soslayar con su carga.

No es la primera vez que realiza este recorrido, ni será la última si Dios así se lo permite, y sus fuerzas.

Tiene esa edad indefinida que da el campo agreste y hostil, y el sol que lo rodea, esa edad en que se cruzan los recuerdos, y el presente, y los deseos, y el sol.

Se ha parado en la cima del promontorio, donde se bifurca la senda. Es su lugar de descanso.

Desde que murió Torda, siempre descansa en el mismo lugar y se desprende un momento de su carga para liar un cigarrillo mezcla de cuarterón verde y cuarterón rojo.

Y cada vez que realiza este acto tiene un recuerdo de claro amor hacia su mula, que hasta su muerte fue su compañera de trabajo, su confidente.

Un día, y como este, de calor y de sol, y este en su cenit, Torda, cargada con tres gavillas como la que hoy descansa en la lastra que divide los caminos a la espera de que se consuman las hebras mal cortadas de tabaco, al llegar al promontorio, resbaló en la lisa piedra y se partió una pata.

Y de aquella cara curtida, y de aquella rudeza, brotó una lágrima, y con cuanto amor la despojó de su carga, y como se sentó a su lado y poniendo la cabeza de Torda en sus piernas comenzó a acariciarla y a contarle como él mismo ayudó a su madre, una burra que vivía en el barrio del Castillo, a traerla al mundo.

Le contó cuantas fueron las risas con sus primeros intentos de ponerse de pié, y como se le torcían las patas.

Le contó como después de verla nacer no pudo dejar de sonreír cada vez que se acordaba de ella. Y como convenció a su mujer para comprarla, hablándole del dinero que podría ganar al transportar más carga de una vez.

…”Pero, ¿como la vas a pagar si no tenemos una perrilla?”.

Y él siempre le contestaba que se levantaría más temprano para poder trabajar más horas y de alguna manera la pagaría.

“Además, Anica, la de la posada, necesita a alguien que le lave la ropa de cama y los manteles esos que pone en las mesas, y lo podrías hacer tú”

Le habló de su niñez triscando en los abalatados campos, y de como saltaba de una parata a otra persiguiendo un tábano, o aquella libélula en la Bancada de los Juncos.

Siguió hablándole hasta que los recuerdos se encontraron y le contó los suyos propios.

Hasta que se fue Lorenzo y un manto de penumbra y de fresco preparaba el tiempo de Catalina y de mil estrellas que los acompañarán en su dificultosa vuelta a casa.

“Ya no podrás ayudarme hasta que te pongas buena” y le frota la pata torcida mientras a Torda le tiemblan los belfos de dolor.

“Seguro que serán dos o tres días” y le rasca detrás de la oreja, como siempre que quería agradecerle algo.

“Venga Torda, tienes que ser valiente para volver a casa”

“Acuérdate cuando me caí por el risco de José de Amo y me partí una pierna, y si no llega a ser por ti me quedo allí para no contarlo” … y suavemente retira la cabeza de sus piernas, y se levanta, y suavemente tira del ronzal, y ella se mal levanta, y emprenden el camino de vuelta ya sazonado por los olores de la noche y del lugar, o del lugar de noche, o los olores del día mojados por la fresca brisa que baja de dos hermanas y de la Chanata, y allí, en el promontorio, se quedan las gavillas, rubias, y los arreos de Torda.

“ya vendré mañana a recogerlos…” pensó.

Y de como al cabo de los días, Torda, no encuentra sosiego y, triste, canta todo el día su desesperanza.

Y como al final tuvo que traer al médico para que la curara, y el médico le habló de gangrena y de podredumbre y de sufrimiento.

Y como la tuvo que matar de un certero disparo en la cabeza mientras lo miraba sin comprender, o comprendiendo y dándole las gracias mezcladas con un último adiós.

Terminó el cigarrillo y miró hacia el este, allá, más allá del pequeño valle, donde la carretera sesga la falda de las montañas, esas montañas donde comenzó, y desde pequeño, a perder visión con la recogida del esparto que al terminar el día vendería por unas monedas en La Romanilla, en las Casas Nuevas, donde pesaban el esfuerzo de todo el día agachándose y robándole el esparto al monte en lucha con alacranes y tarántulas y bichas, donde cada semana venía un camión a recoger el sudor de todo un pueblo.

Él siempre le llevaba a su padre, ciego y postrado de la reuma en una silla a la puerta del muladar, un manojo de esparto que majaba con agua y rodillo y que su padre, con sus diestras manos, y sin necesidad de sus ojos muertos, lo transformaba en pleita que su mujer convertiría en espuertas y capazos, y en seras que más tarde vendería a Luís el molinero, y en hondas que repartiría entre la chiquillada que iba a verle.

Ya de vuelta, y desde el recodo de Las Troneras, divisó a lo lejos, nunca se le pareció tan lejos, y tan tarde, luces sobre piedra, el campanario de la iglesia, y sobre él pequeños destellos que iluminan momentáneamente la nada.

“uno… dos… tres…

Contaba mentalmente como le había enseñado, hace muchas noches, don Juan el cura para calcular la distancia de la tormenta en invierno.

Y miró hacia el oeste, y su mirada asciende por la falda del Cerro de la Matanza hasta la boca de la Cueva de los Moros, donde, de niño, y en manada, iluminados por manchos, se dejaban tragar por aquella boca negra y fría repleta de tesoros y de sorpresas, y de risas, y de miedos.

Mira hacia uno y otro lado al final de los caminos que se abren en i griega. No cambia su rictus, pero sus ojos se hunden más y más en su misterio.

Mira la gavilla, que tendida a sus pies espera sin comprender, y sacando la petaca que guarda la mezcla, se sienta junto a la gavilla y lía un cigarrillo, y lo prende, y apoya los brazos en las dobladas rodillas, y queda su mirada fija en la tela de araña que une dos ramas de un cardo y se abisma en su mundo de sombras y suspiros.

…Como se fue apagando poco a poco. Primero dejó de lavar la ropa de Anica que tuvo que buscar de prisa y corriendo a Lola la del panadero para estos menesteres. Después dejó de trabajar en el pequeño huerto, despensa de su sustento. Más tarde se negó a levantarse y a comer, y cuando acudió el médico le habló de tristeza, y de enfermedad, y de depresión, y de sufrimiento, y de muerte, y le manda unas pastillas y un jarabe.

Como se acordó de Torda y como la echó de menos.

Como se sentó en la cama y le puso la cabeza sobre sus piernas y le acarició la cana cabeza y le habló de cuanto dinero iba a ganar.

“No te mueras y me levantaré más temprano y trabajaré más y te compraré la casa de la ladera que tanto te gusta y no tendrás que trabajar .

Y le iba a comprar cortinas con manzanas pintadas y macetas y flores y…

“No me dejes solo. No sabría que hacer…”

Y ella se iba poco a poco, huyendo de su nostalgia y de su realidad.

“Para quien voy a trabajar ahora?”

Y ella terminó su viaje mientras el le acariciaba la cabeza.

…Y como corrió la noticia por el pueblo…

“¡ Se ha muerto la mujer del tonto! ”

Terminó su segundo cigarrillo, lo tiró a su vera, lo apagó con su gastada albarca. Se levantó y miró de nuevo al este. Allá, más allá del pequeño valle, donde la carretera sesga la falda de la montaña, y le pareció ver la figura de un coche que se dirigía al pueblo: “Serán los músicos” piensa, mientras se ve entre muchos, y el los murillos, esperando con la ilusión de sus pocos años la llegada de la pasajera que trae a los músicos que amenizarán las fiestas.

Como comienza a andar hacia el Este, y sin bajar la cabeza, y como al llegar al filo del barranco no se detiene, y como cae rebotando como una vieja pelota entre las agudas rocas tiñendo de rojo la tarde.

La noticia la llevarían al pueblo los pastores de Don Julián:

“El tonto sa matao, sa caío por el Barranco del Caballar”

(José Soria)

2 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:

Sol on sábado, 6 de febrero de 2010, 23:42:00 CET dijo...

querida amiga..
não consegui ler todo porque não compreendo muito bem e me perco na leitura..
mas a felicidade de estar aqui sempre ... não precisa de palavras!!
besos...

El Maestro de Esgrima dijo...

Preciosos textos con los que nos deleitas las tardes de invierno, Dama, pero echo de menos los tuyos.
Espero que cuando termines de luchar contra tus molinos de viento, vuelvas a iluminarnos el día con tus hermosas historias.

 

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