Palinfesto

domingo, 1 de febrero de 2009



Nunca se concibió regalo más apropiado. Juan Ramón bullía interiormente de ansiedad, fabulando con el provecho que podía arrancarle a aquella máquina antipática aunque, exteriormente, se esforzara en no transmitir el menor entusiasmo. González-el verdaderamente eterno, el poeta, que venía de Albuquerque, de una feria de poética electrónica-había acertado de pleno con aquel obsequio de colega. "Verás, verás qué rosas te van a salir con este aparato. Es magnífico. Sus posibilidades son infinitas. Podrás hacer lo que quieras: apretar las tuercas a los epítetos una y otra vez, engrasar los adverbios ad nauseam, clonar rosas nunca antes conocidas, dejar la rima auténticamente a punto y hasta pintar de amarillo los poemas, si te peta.


Acabáramos: la ingeniería poética toda a tu alcance; tan simultánea como asépticamente, sin borrones ni cuentas viejas. Sin manchas de tinta; sin huellas delatoras de la más nimia imperfección anterior. Virginal y pura, como nacida de la primera espuma de mar. Así será toda tu poesía."


A duras penas podía J. R. contener su entusiasmo demiúrgico ante aquella panoplia magnífica y turbadora que el destino, transfigurado esta vez en musa miope y masculina, ponía en sus manos pulcras de hipocondríaco.


Don Angel comprendió pronto el anhelo imperioso de soledad que iba corroyendo al moguereño y, casi acto seguido, decidió marcharse hasta la playa de Venice, California, donde carnes en rosa y pubis le esperaban, impacientes.


Entretanto, Juan Ramón, en poeta cenobítico, se había encerrado a solas con el artilugio y sometía a los signos a un vaivén de apariciones y desapariciones traumáticas por arte de un birlibirloque rítmico e incansable. Tecleaba, furioso, a lo Liszt, poseído por una manía perfectiva
de orden, cadencia y belleza. Y así fue dándole forma.


Tras cuatro días de cenobio azenobiado, por fin lo había conseguido. Sí, allí estaba. En la pantalla del ordenador se destacaban los firmes trazos del poema más hermoso jamás concebido. Un poema cuya perfección casi alcanzaba a herir sus ojos. Deslumbrado, J. R. se levantó, se alejó unos pasos y lo contemplo desde la distancia; con orgullo y satisfacción al principio, luego... Luego le sobrevinieron la duda primero y la inquietud y el temor después: ¿Qué demonios iba a hacer ya un poeta con sus aspiraciones colmadas por una composición cabalística, única y eterna como aquella? ¡No! sería el fin.


Nunca soltó prenda sobre aquel episodio. Quizás lo hiciera por temor o bien por desdén, pero lo cierto es que redujo la máquina a una masa informe de restos que chisporroteaban moribundos. Al rato, en unas exequias tan solemnes como afectadas, recogió en una caja aquellos despojos culpables e inorgánicos, se asomó ceremonioso al brocal y los arrojó al pozo blanco.


Me lo contaron los pájaros que se habían quedado cantando. Se lo juro.

(Carlos M. Gutiérrez)

1 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:

Anónimo dijo...

Bonito blog. Un saludo.

 

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