Viento del Sur

domingo, 2 de noviembre de 2008



Al volver la cabeza, Don Quijote vio cómo se perdía, tras la línea del horizonte y en medio del fragor del combate, el país donde nunca más había de volver. Mortalmente herido por un mes de julio que se había abierto paso a zarpazos, a Don Quijote ya no le quedaba sino buscar un lugar lo suficientemente anónimo como para que albergara su desazón. Comenzó entonces una trashumancia confusa y sin rumbo, en la que nostalgia y pesadumbre lo tuvieron consumido y derrotado como nunca antes recordaba haberlo estado.
Atravesó Europa como una sombra barrida por el viento, buscando un trozo de mundo que no le fuera doloroso y ajeno. En febriles jornadas fatigó Asia,Africa y América; dobló el cabo de Hornos y el de Buena Esperanza; siguió las huellas de Colón, de Cook, de Elcano, de Urdaneta, del Spirit of Saint Louis, del Beagle y del Plus Ultra; buscó Eldorado, la Atlántida, la tierra de las amazonas, al Preste Juan de las Indias, el oro de California y de Australia y la piedra filosofal.
Llegó un día en el que, errabundo y abatido, dejó que se fueran consumiendo las horas y los días, perdido en alguna parcela de sus recuerdos; buscando alguna certeza pasada a la que aferrarse, náufrago ya de la Historia. Los días se sucedían monótonos e inmisericordes; sin comienzo ni fin; sin esperas ni esperanzas.
De repente un día sintió el viento sur; se detuvo y recordó. Recordó a Sancho, arrebatado por una única ola, furibunda y rabiosa, frente a Cádiz,en una fecha lejana ya y dolorosa, y este recuerdo le hizo gritar su nombre,pero sólo obtuvo un eco inerte y mezquino. Recordó también el amor, como fiebre pasajera vencida por el tiempo y la pena, mientras el viento le acercaba aromas cercanos y familiares, mezclados con el olor de la tierra ensangrentada.
Ensimismado como estaba, apenas reparó en un pájaro inmenso, de grandes ojos ciegos y reflejos metálicos que pasó junto a él, sobre el Pacífico. Ni siquiera le sorprendió que poco después volviera a zumbar en sus oídos el aire hueco, artificial y mortecino que dejó tras de sí a la vuelta, aliviado ya del huevo de la muerte.
Casi al mismo tiempo, mientras una ráfaga hirviente y violenta lo atravesaba, dispersándolo para siempre, Don Quijote aún pudo distinguir,entre el olor dulzón de la carne quemada, una naturaleza muerta de relojes blandos; relojes reblandecidos a miles de grados, que aún se obstinaban en marcar las ocho horas y quince minutos del día seis de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco.

(Carlos M. Gutiérrez)

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