La extraña

lunes, 20 de octubre de 2008



Después de tantos meses, el paseo vespertino era una rutina más, un invariable deambular por las calles del barrio y los parques cercanos.
La costumbre traza itinerarios. Así, aunque uno se dejase ir al azar, los propios pasos se amoldaban a la monotonía grisácea de las aceras y conducían siempre a los mismos destinos, a idénticos regresos.
Salvo esporádicos encuentros con algún vecino o intrascendentes conversaciones accidentales, nunca sucedía nada.

Pero esa tarde de martes —lo mismo podría haber sido viernes o domingo; así de plano era mi horizonte por esa época— hubo un cambio.
Como tantos otros días a lo largo del tedioso e inacabable periodo de convalecencia, yo había salido a caminar por el barrio. Ya de vuelta, intentaba introducir la llave en la puerta para entrar en el viejo edificio donde vivía, cuando vi a la chica. Algo en ella me llamó la atención, y por eso me quedé mirándola, con cierta curiosidad.
Cuando llegó a mi lado, se quedó allí parada, como esperando que terminase de abrir de una vez la puerta para poder entrar en el patio. Así lo hice, invitándola con un gesto a franquear el umbral, cosa que hizo con bastante celeridad y sin el mínimo sonido, como si estuviese formada de brumas o de la intangible esencia de los sueños. Luego, se demoró un poco junto a los buzones, aunque sin abrir ninguno de ellos. Por un momento, pensé que tal vez fuese una repartidora de publicidad, aunque deseché tal idea al observar que no llevaba un solo papel en las manos.
Pasé junto a ella, musitando un sordo «hasta luego» que no recibió respuesta (cosa harto común en este inicio del XXI) y comencé a subir los cuarenta y ocho escalones que me separaban de mi casa, de la temible e inquebrantable soledad tan arduamente edificada a lo largo de los últimos diez años.
No tardé en percibir sus pasos leves, indecisos, a mi espalda. Cada vez más convencido de que ella no pertenecía al edificio, temí que me hubiese venido siguiendo, que tratase de robarme (unos días atrás le había sucedido algo así a una vecina del segundo) pero ese pensamiento me resultó absurdo. La chica era delgada y no muy alta. Calculé que no pesaría más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Resultaba difícil pensar en ella empuñando una navaja o una jeringuilla.
Deseché tal visión y seguí subiendo con lentitud, con esa lentitud que da el cansancio, ese cansancio nacido de la repetición infinita de los actos cotidianos. Cuando por fin llegué junto a la puerta de mi casa, ella también se detuvo, detrás de mí, a menos de un metro de distancia, mirando al suelo y en silencio.
Me sentí incómodo. No sabía si meter la llave en la cerradura o dar media vuelta y bajar de nuevo los cuarenta y ocho escalones; o quizá encararme con ella y preguntarle por el significado de su persecución o de su estancia allí. Ninguna opción me satisfizo. Tenía la certeza de errar, independientemente de lo que finalmente decidiese hacer.
Muy despacio, esperando que fuese ella quien se viese obligada a tomar una u otra decisión, metí la mano en el bolsillo del pantalón y demoré unos segundos infinitos en encontrar el llavero. Luego, con una casi ceremoniosa parsimonia, seleccioné la llave indicada y la introduje en la cerradura, girándola dos veces y abriendo finalmente la puerta, sin prisa, con aparente calma (pero mis entrañas eran un campo de batalla, un entrechocar de sensaciones contrapuestas sin solución posible).
Cuando ya estaba en el interior de mi vivienda, me giré un poco para comprobar su reacción. Seguía allí, al otro lado del umbral, inmóvil, mirándome con esos ojos verdes, profundos, como esperando una invitación (me recordó, no sé por qué, esas historias de vampiros, en las que el vampiro no puede entrar en una casa sin el correspondiente permiso del que la habita).
Mas su mirada no albergaba un ruego, ni una pregunta. Nada. Sus ojos eran un remanso de aguas tranquilas. Como si su presencia allí afuera, justo al otro lado de la puerta, fuese lo más natural del mundo.
Imposible precisar el tiempo que duró esa escena. Yo la miraba, interrogándola con los ojos, sin cesar de hacer difíciles conjeturas acerca de sus motivos, esperando que dijese algo, tratando de convencerme de la conveniencia de cerrar la puerta y dejarla allí con su insoportable silencio y su corta melena rubia y el misterio abisal de sus pupilas que no cesaban de mirarme. Ella sólo aguardaba un gesto...

Lo malo de tomar decisiones es que siempre hay que elegir un camino y desechar todos los demás. Uno nunca sabe qué hubiera pasado de haber hecho otra cosa. Resulta frustrante la sospecha de haber elegido la peor opción. Por eso, no cerré la puerta, pero tampoco la invité a pasar. Di media vuelta, me adentré en el recibidor y dejé que fuese ella quien se viese obligada a decidir.
No dudó ni un instante. De reojo, comprobé que, desde el interior, cerraba tras de sí con mucha delicadeza, como tratando de evitar el mínimo ruido. Sonreí.

(Sergio Borao Llop)

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