La Musa

lunes, 2 de junio de 2008

Esta mañana iba en el 33. La mitad de las cosas que me suceden en la vida ocurren dentro de ese autobús. Estaba repleto de gente y al principio no le vi. Más bien él me encontró a mí. Es un amigo de la carrera, con el que salía a tomar alguna copa años después de terminar. Desde entonces nuestras vidas han transcurrido paralelas sin perder nunca el contacto. Él tuvo que soportar inconscientemente todas mis rupturas sentimentales. Entre una y otra siempre acudí a él como amigo-comodín y no para buscar un hombro donde llorar - eso sería caer en el patetismo, que yo que las penas siempre las he llorado de corazón adentro-, sino para que me enseñara a ver que hay vida más allá de mis tragedias cardíacas.
En realidad siempre he conocido su atracción por mí; confieso que aprovechaba esta coyuntura para elevar en esos momentos mi autoestima tan deteriorada. “Lo nuestro” y quede claro que en ningún momento se transgredió el límite de las palabras delante de un copa, fue una no-relación que me ayudó a superar los desastres sentimentales desde Amor número 10. Y más que parasitismo fue simbiosis. Durante años nos comportamos como un liquen humano: yo le contaba cuentos y él me daba una visión diferente de la vida. Era un ilusionista que sacaba de su chistera un conejo blanco para hacerme sonreír aquellos días de lluvia. Sacaba del bolsillo su gama de grises cuando yo lo veía todo blanco o negro. Ese era mi amigo. Y digo era porque tras la aparición en escena de mi último Amor, hace dos años, él dio un paso atrás y se replegó sobre sí mismo para meterse en el baúl de mis recuerdos. Hace unos meses lo vi por última vez en un congreso. Le presenté a Amor nº 14 y él, un tanto incómodo por la situación se despidió enseguida, con una excusa poco elaborada. Desde entonces no habíamos vuelto a cruzarnos hasta hoy. Le conté que venía de mirar vestidos para mi boda en otoño. Él me dio la enhorabuena y un millón de besos. Tras la euforia llegó la calma y nos pusimos serios. Hubo un instante de silencio durante el cual yo contemplaba distraída a la gente escondida en sus abrigos pasar cerca del autobús. Él entonces sin mirarme me dijo:
- Nunca te lo he dicho y ahora quizá sea demasiado tarde, pero siempre me gustó tu belleza triste y ese aire de musa de Romero de Torres. No quiero que me mires ni que digas nada. Tú no tienes la culpa. Yo fui demasiado torpe o no, simplemente no ocurrió y nada más. Durante estos años he estado conteniendo las palabras que ensayaba delante de un espejo, para decírtelas un día. Ese día que nunca llegó. Ahora te las doy porque ya no me pertenecen y no sé que hacer con ellas. Pero no quería quedármelas… porque…bueno, ya sabes…Te llamaré, preciosa.
Y diciendo esto llegamos a su parada. Se despidió rápido, tocándome una mano y sin que me diese tiempo a responder nada. Bajó del autobús junto a otros tres viajeros. Después me miró y me dedicó una última sonrisa. Y yo me quedé en el 33 como siempre, con mi cara de musa más triste aún si cabe, después de la brisa helada de sus palabras.

La Dama

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