El Barco de Papel

lunes, 2 de junio de 2008

Quiero reconciliarme con mi pasado más remoto. No sé si alguno de los protagonistas leerá las palabras que hoy lanzo a este mar dentro de un barquito de papel. Ahí van, arrastradas por el viento del sur (fuuuuuuuuuuu)… con la esperanza de que lleguen a su destino…
Querido Lancho: Ya se me olvidó que tu condición de payaso de la clase te obligaba a usarme como sparring de tus chistes predecibles y faltos de ingenio. Acabaste dándote cuenta de que cuando cesa el ruido de las risas sólo queda el dolor de las burlas, y eso no se borra tan fácilmente. Reconozco tu agilidad verbal –que no mental- para improvisar pareados con mi nombre y para tirarme bolas de papel a traición. Yo te pagué con el más absoluto de los desprecios: mi huelga de silencios y brazos caídos, como una Gandhi de diez años. Mi protesta pacífica acabó por doblegar tu carencia del sentido del respeto. Y al final acabaste por convertirte en uno de mis incondicionales. En el fondo siempre me provocaste pena. Te veía desvalido, tras ese odio en el que te refugiabas y entendí desde el principio que tu mejor defensa era un ataque indiscriminado contra cualquier ser que te pareciese mínimamente indefenso.
Querido Jaime de Terry: Gracias por ser el niño con el que desperté al Amor (platónico, por supuesto, porque sólo existió en mi cabeza) a los diez años. Eras el más guapo de la clase y todas las niñas te bailaban el agua, excepto yo que, no por falta de ganas sino por timidez, apenas te hablaba. Aquel año que era la primera vez que yo iba a un curso mixto. Al principio sé que no reparabas en mí. Yo pertenecía al grupo de las tres niñas decorativas, ignoradas hasta el día en que tocaba hacer ejercicios y necesitaban a alguien que chivara las respuestas. Sé que aprendiste a respetarme aquel día que intentaste estropear mi dibujo de la bailarina ¿lo recuerdas? Lo marcaste pintando varias rayas con un rotulador verde, para dejarme en ridículo delante de los demás. Yo, lejos de enfadarme, aunque por dentro sentía una enorme rabia contenida, me puse manos a la obra para convertir aquellas rayas estridentes en los tallos de un ramo de rosas. Sé que a partir de esa día, que creíste que yo había hecho magia, empezaste a respetarme.
Querido Miguel Ángel Luna: Gracias por sonreír con mis dibujos, por comportarte como todo un caballero y por entender mi humor cuando te contaba cosas al oído. Porque esa era nuestra forma de hablar, casi susurrando. Ambos hablábamos muy bajito. Éramos los más tímidos de la clase, sin lugar a dudas. Nos pusieron en el mismo pupitre para que yo te enseñara a estudiar. Nunca llegaste a sacar tu soñado cinco, pero te quedaste muy cerca, con el cuatro setenta y cinco, que te hizo ganar en autoestima. Recuerdo tu voz tenue, tu pelo rubio ralo y tu piel extremadamente pálida, que denotaban tu delicada salud. Ese año ibas a repetir curso por primera vez. Sé que después de aquel verano ingresaste en el hospital y te perdí la pista. Nunca volví a verte. Me llegaron rumores, pero no quise creer nada. Me Hubiera gustado encontrarme contigo algún día para preguntarte si fuiste tú el que me dio el único voto que obtuve en aquel concurso de belleza que improvisó la señorita Maribel, la profesora. Concurso que ganaron por supuesto María, mi mejor amiga, con sus graciosas pecas y sus enormes ojos azules y Jaime, mi amor eterno (cuando la eternidad se reducía a lo que dura un curso). Nunca te lo dije, pero gracias a ti, aquel curso fue mucho más ameno. Siempre estaré en deuda contigo.

La Dama

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