Comediantes

lunes, 2 de junio de 2008

Hace dos días estaba en una tienda pequeñita mirando las últimas rebajas, haciendo tiempo mientras esperaba a alguien. Al salir del probador vi a un chico con quien he coincidido trabajando en varias ocasiones. Él hacía cosas rarísimas para evitar el encuentro: hablaba con la dependienta en voz baja y le pedía ropa de colores extravagantes; se intentaba esconder detrás de los maniquíes y caminaba de espaldas a mí. Cualquier cosa para evitarme. Se comportaba de un modo extraño, usando el repertorio completo de todo un catálogo de tonterías en las que me he sentido reflejada. Yo he actuado igual en miles de situaciones similares en las que no me gusta saludar a alguien conocido, fuera del lugar que nos une. Un pez en peceras ajenas se siente asfixiado.
Finalmente decidí acabar con el surrealismo. Me acerqué a él y le toqué el hombro, llamándolo por su nombre. Él trató de improvisar una mueca de asombro pero le salió un horrible graznido de cuervo. Se notaba que se sentía incómodo y su conversación era tan incoherente como su conducta. Estaba claro que no tenía ganas de ver a nadie conocido en calcetines, probándose ropa.
Continuamente nos cruzamos con gente que no deseamos saludar fuera del sitio habitual y hacemos cualquier cosa con tal de evitarlo. El miedo al ridículo o simplemente la incapacidad para adaptarnos con naturalidad a las nuevas situaciones acaba convirtiéndonos en pésimos actores de comedia.
La Dama

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