Es estilo en estado puro. Siempre lleva a juego los zapatos con la sombra de ojos. Cada sombra tiene nombre propio que manifiesta el color de su aura.
Si tuviera que definirla con un color no podría ser otro que el rosa. Casi siempre está contenta y cuando sonríe, es como si sonaran cien campanillas movidas por cien hadas diminutas.
Su mayor valor es la amistad. La Amistad con letras mayúsculas, por la que a menudo, tras darlo todo, se vacía completamente. Por eso a veces se siente muy sola. Siempre da mucho más de lo que recibe.
Sus ojos son grandes y sinceros. Cuando pestañea levanta polvaredas. Se aleja y su cuerpo de junco se mueve de lado a lado acompasado como el péndulo de un diapasón, al ritmo que marcan sus pies de geisha sobre plataformas azules de peluche. Y su piel de porcelana oriental se queda impresa en el aire, como formando parte de los recuerdos.
Sus horquillas brillantes en el pelo se mueven al compás del resto de las cosas del mundo, con la mayor naturalidad que existe; cuando ella se pone un corazón de circonitas en el pelo, la brisa recorre el Gran Cañón del Colorado. Va confundiendo a todo bicho viviente, y la gente ya no sabe si lo que ha pasado es una chica guapa o un jardín suspendido, lleno de duendes.
La Dama
Para “Lula”, la libélula rosa de mi familia.
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