Buscando Perlas en una Peluquería

viernes, 4 de abril de 2008


Desde hace años, a pesar de que me coge muy lejos de donde vivo, voy a la misma peluquería. Soy un animal de costumbres. Es una academia en la que más que, más que cambiar de imagen voluntariamente, me someto a un ensayo clínico. Mi fobia a ir a la peluquería tan sólo es superada por mi ya conocido miedo a volar. Lo que más odio es tener que decidir qué tipo de corte quiero o a qué lado de la cabeza voy a tener la raya en los próximos cuatro días, porque entre otras cosas el talón de Aquiles de mi inseguridad se muestra en el hecho de tener que tomar en cinco minutos todo ese tipo de decisiones que van a condicionar mi actitud frente al mundo -a través de mi imagen- hasta el próximo lavado de pelo.
Cuando voy a la peluquería es porque ya se me han acabado las excusas para no ir. Se trata de sanear no las puntas, sino de evitar tener que usar machete para abrirme paso entre la flora (lianas) y la fauna (especies desconocidas aún por la ciencia) que habitan junto a mis ideas.
Cuando voy a la peluquería es siempre en contra de mi voluntad y arrastrada por una fuerza mayor como la de tener que asistir a un acto familiar o social relevante. Este fin de semana se han alineado los astros adecuados y he tenido que pasar por el aro.
La historia se repite: durante el corte de pelo siempre contengo la respiración como si estuviese buceando sin bombona de oxígeno y en el secado aguanto estoicamente los continuos tirones de los estudiantes de peluquería –forma parte de la tortura- y automáticamente dejo de hablar. En esta hora de autismo absoluto, para distraerme suelo poner atención a la conversación de peluqueras y clientas de alrededor. En esta ocasión la silla que estaba a mi derecha la ocupaba una mujer de unos cuarenta con un niño de unos seis años a su lado. Me fijé en que la mujer, cual Lauren Bacall sacando una pitillera, extraía del bolso un acondicionador que quería que le aplicara la chica que la estaba peinando. La señora se afanaba por dar explicaciones a la peluquera sobre las múltiples propiedades del producto como si la profesional fuera neófita en la materia. Me indignaba su actitud y me la imaginaba en una situación similar dándoles instrucciones de uso sobre extintores a los bomberos que acudieran a apagar el fuego en su casa. El niño la miraba de soslayo, bostezaba y aguantaba la retahíla de su madre a la sufrida chica.
A mi espalda a través del espejo veía la imagen invertida de un peluquero travestido que era mayor que las chicas que hay allí habitualmente. Tenía unas rastas con mechas rubias y una sombra de ojos tricolor perfectamente pintada. Mientras peinaba a la clienta mantenía con ella conversación sobre arte. Le contaba que había hecho historia del arte con un módulo de pintura en París y que como de eso no podía sobrevivir se estaba sacando el título de peluquería y tenía aparcados por el momento en casa varios bocetos que estaban a medio terminar.
El aspecto de la peluquera contrastaba con el corte clásico de la señora a la que peinaba que tenía aspecto de venir de la clase social más puritana y conservadora. En cambio, a pesar de las diferencias el diálogo entre ellas era muy fluido con ese vértice en común del arte.
Entretenida con la conversación que mantenían ambas se me pasó el miedo a volar en la peluquería, me miré al espejo y no me disgustó lo que vi. Se acabó el aguantar la respiración como si fuera una buscadora de perlas en el Pacífico y salí de allí pensando en lo maravilloso que resulta mantener una conversación con alguien que comparte tus mismos gustos por la belleza.

(La Dama)


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